Dos caricias de sol,
dos lametones de agua
(el agua lamiendo tu tallo),
y nacen en tus ojos
dos flores negras, llameantes
que bailan con cada gesto,
con cada pensamiento
que surge detrás de ellos.
Tu pelo,
que parecía lacio y opaco,
brilla y flota sobre tus hombros
en descuidados rizos
traídos de oriente,
impregnados de mar.
Tu sonrisa no cambia nunca,
y nunca controlo del todo
las ganas de besarte brevemente,
rozar tus labios
y tu escote,
que es la casa de mis sueños.
La sala prohibida del templo.
Prefiero morir por hacerlo
que no haberlo profanado.
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