Humanidad

Somos seres imperfectos. O quizá no.

Somos como somos, y el concepto de perfección nos viene impuesto solamente por un trasfondo histórico y cultural. Somos quienes somos; animales de instintos que tratamos de controlar porque necesitamos sentirnos diferentes. Pero eso también es un instinto.

¿Qué hay de noble en intentar convertirnos en quien no somos? ¿Qué sentido tiene imponer a un asesino que no mate o convencer a un pacifista para que mate? Ambas ideas son igual de absurdas. Pues lo que somos, en cada momento, es una suma de resultado constante entre nuestro espíritu y la circunstancia. No hay más factores en el producto.

Pero la verdadera diferencia de nuestro espíritu, entendido como cualquiera que sea el impulso vital que nos mueve, es la capacidad de evolucionar. De convertirnos, bajo las condiciones adecuadas, en algo que no éramos. A esa potencialidad la podemos alimentar, cultivar, favorecer su desarrollo. Pero el cambio únicamente se producirá a un nivel subjetivo, como suma de la voluntad de nuestro espíritu y la circunstancia de su realidad.

Si hay una pauta de cambios, escalada de forma que se establezcan niveles de evolución más o menos deseables, eso sería la humanidad. Pero no podemos definirla en función de criterios, pues no tenemos la perspectiva suficiente. No podemos alejarnos, como un punto inscrito en una recta no es consciente de una tercera dimensión.

Pero se me ocurre, que estando todos igual de condicionados por los instintos, e igual de perdidos en cuanto a qué hacer con ellos, quizá la comprensión pueda marcar la diferencia. La capacidad de entender los motivos más ajenos y de sentirlos como propios para empatizar humanamente y decidir cuál es el punto de mayor acuerdo posible. Quizá la humanidad sea el ponernos de acuerdo sobre qué es la humanidad.

La flor

Dos caricias de sol,
dos lametones de agua
(el agua lamiendo tu tallo),
y nacen en tus ojos
dos flores negras, llameantes
que bailan con cada gesto,
con cada pensamiento
que surge detrás de ellos.

Tu pelo,
que parecía lacio y opaco,
brilla y flota sobre tus hombros
en descuidados rizos
traídos de oriente,
impregnados de mar.

Tu sonrisa no cambia nunca,
y nunca controlo del todo
las ganas de besarte brevemente,
rozar tus labios
y tu escote,
que es la casa de mis sueños.
La sala prohibida del templo.

Prefiero morir por hacerlo
que no haberlo profanado.