Pera




Desde su marcha había viajado y conocido mundos y gentes muy diferentes. Tan diferentes que se sentía extraño donde un día tuvo su hogar. Sus ropas -sucias y raídas-, su silueta enjuta, y su mirada envejecida engañaban al ojo. Aunque no superaba los cuarenta, podría pasar por un anciano en un primer vistazo. Sumergido en el bullicio del mercado, observaba como en trance un puesto de frutas. A su alrededor voceaban los mercaderes, chillaban animales, cotilleaban las señoras.

Deambulando entre las estrechas callejuelas de la pequeña ciudad, una nube de polvo y gente y el caos más variopinto, había tratado de recordar su infancia con pobres resultados. De pronto, un rayo verde cruzó sus ojos al doblar una esquina. Aquél puesto que observaba hipnotizado, ofrecía las más jugosas y brillantes peras que jamás había visto. Al instante sintió la necesidad de hacerse con una de esas peras.

Había robado comida antes, así que no le costó disimuladamente, mantener la distancia esperando un descuido del tendero. De forma natural aprovechó que éste flirteaba con una joven viuda para deslizar un brillante ejemplar de fruta entre sus harapos.

Teniéndola echó a andar, dejándose llevar por la inercia mientras reflexionaba sobre el hurto. No sentía hambre ni sed –necesidades que había aprendido a ignorar en gran medida– y aunque así fuera, una sola pera no era la solución. Lo extraño es que creía reconocer el puesto, el olor y el tacto de la piel de su verde tesoro. Siguió andando hasta que sus pasos le llevaron delante de una pequeña casa, con un escaso huerto, un establo a medio derruir y una puerta demasiado deteriorada. Y allí se paró.

Era allí donde llevaba la pera, a la que fue su casa, allí donde vivía con su padre, su madre y su hermano. Allí había llevado peras durante meses, cada día, y ahora recordaba por qué. Allí cayó enfermo el pequeño, de apenas ocho años, con quien compartía comida, cama, risas y padres. Nadie sabía qué podía estar debilitando al pequeño día a día. Alguien sugirió, cruel e interesadamente, que las peras del puesto de su hermano en el mercado podían ser la última esperanza para la salud del niño. Esa misma persona fue quien acusó al mayor de los hermanos más adelante en el juicio público. Había robado una pera cada día durante meses para dársela en secreto, confiando en mejorar así su salud. A la mañana siguiente del juicio, sin llegar a adolescente, y sin poder acudir al funeral de su hermano pequeño, se llevó el deshonor que había traído a su casa marchándose para no volver. Hizo todo lo posible por olvidar, y lo consiguió.

Mientras recordaba, una anciana observaba con dulzura desde el interior de la casa. Salió a hablar con el joven, y le invitó a entrar. Le dio sopa, verduras y arroz, pues parecía hambriento. Le recordaba a un hijo que perdió, y a otro que tuvo que partir, y casi pensando en voz alta, así se lo dijo al extraño. Él rompió a llorar al oír esto, y le enseñó la pera. Entonces ella también lloró, y se abrazaron largamente.

Cuando la anciana por fin pudo hablar, dijo: “Si no tiene usted donde ir, quizá pueda quedarse y ayudarnos a mí y a mi marido”. Y así, en la vieja granja volvió a haber alguien –un ermitaño forastero- junto a los ancianos campesinos que hace mucho perdieron a sus hijos.

3 comentarios:

Frito, Huevo Frito dijo...

Definitivamente la espera ha merecido la pena!
Me ha encantado el post, aunque espero que no tomes por costumbre tardar meses para cada nueva entrega ;-)

Venom dijo...

Gracias!

La verdad es que es un ejercicio para la universidad, así que he tenido que forzarme. Pero estoy volviendo a la carga, de verdad!

Gracias por seguir interesandote, en todo caso!

Muak

Frito, Huevo Frito dijo...

Para la universidad? Me gusta como suena ;-)
Ánimo y a por más.